martes, 5 de abril de 2011

La huella del vampiro

En 1746, el teólogo benedictino Dom Augustin Calmet escribió su célebre Dissertation sur les apparitions des esprits et sur les vampires et revenants (en realidad dos volúmenes acerca de lo sobrenatural que han pasado a la posteridad como un solo tratado), en la que, a partir de los informes emitidos por oficiales y médicos que habían participado en las campañas del Este de Europa, analizaba la posibilidad de que los vampiros existieran realmente, y en el que llegaba, con argumentos ciertamente débiles, a la conclusión de que los vampiros no existían. Podría criticarse el hecho de que tal alusión a la obra de Calmet no deja de ser una mención mínimamente erudita y sin importancia, de no ser por algunos indicios que nos obligan a reflexionar acerca de la noción de evidencia, esencial para la archivística, y acerca de los motivos por los que esos informes se consideraron evidencia suficiente como para dedicar un análisis a una figura que ni siquiera era tradicional en la Europa Occidental, y particularmente en Francia, que ya disponía de sus propios monstruos, como el hombre-lobo. En concreto, resultaría interesante hacer notar que los informes que dieron lugar al tratado de Calmet –y de pasada a la consolidación de la mitología del vampiro en Europa Occidental- no procedían de leyendas orales, ni habían sido redactados por la tropa, sino por respetables oficiales y médicos que de manera culta e informada aseguraban haber asistido a apariciones de vampiros. Es decir, la aceptación de tales informes se basaba, al menos parcialmente, en la confiabilidad de sus autores. Pero, más aún, a pesar de que durante la segunda mitad del siglo XVIII las relaciones internacionales comenzaron a estabilizarse, dentro de ciertos límites, durante su primera mitad aún persistieron conflictos más o menos globales o locales, a veces por motivos sucesorios, que recuerdan a los terribles conflictos del siglo anterior. Francia no fue ajena a algunos de ellos, como el de la sucesión al trono de Polonia, y, en situaciones de conflicto, toda sociedad precisa demonizar a alguien, a menudo un colectivo. Los informes procedentes del Este de Europa hacían posible disponer de un ambiguo y no muy bien conocido demonio, que simultáneamente evitaba, a diferencia de otros períodos de la historia, la búsqueda de demonios “reales”, como los judíos o los moriscos. La pregunta que nos interesa, a la vista del ejemplo precedente, es: cuando hablamos de evidencia, ¿hablamos de un universal, o de un constructo determinado por las reglas sociales, políticas y culturales de un momento dado? Desde luego, los ejemplos a favor de esta segunda hipótesis abundan en el tiempo y en el espacio, pero pongamos sólo dos: los medievales juicios de Dios constituyeron evidencia en un espaciotiempo dado, y las tradiciones orales constituyen evidencia en las culturas en las que se generan. Es concebible la idea de iniciar un hilo de discusión acerca de qué cosa sea la evidencia y de las condiciones en que se produce.

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