domingo, 19 de diciembre de 2010

¿Quién documentará el caos cuando hayamos muerto?

Si hemos de creer a la investigadora en archivos Sue McKemmish, el hombre es un animal cuentacuentos, en la medida en que siente la necesidad compulsiva de reflejar, de una u otra manera, aquello que le sucede. Estos cuentos no tienen por qué ser un texto escrito: existen fotografías, narraciones orales, películas familiares, pactos verbales, rituales funerarios, lugares de memoria, ciudades enteras, tarjetas de crédito o danzas y representaciones que explican en mayor o menor medida lo que le sucede al hombre, lo que éste cuenta acerca de sí mismo y de la sociedad en la que vive. Estos cuentos son documentos y, si en la cultura occidental hemos llegado a creer que los documentos son exclusivamente los documentos escritos, esto es probablemente debido a la antigua necesidad de demostrar nuestros derechos, en un principio sobre la propiedad de la tierra y más tarde sobre otras muchas cosas, como las viviendas y las personas; así como al desarrollo de burocracias con unas estrictas reglas de producción del documento, que garantizaban algunas características consideradas inviolables del mismo: su autenticidad, su exactitud, su fidelidad, su integridad, gracias al grado de control ejercido sobre tal producción.

Sin embargo, el hecho de que las burocracias occidentales hayan establecido meticulosas reglas de producción del documento no significa que en otros lugares o en otros momentos no se hayan producido documentos, también conformes con unas determinadas reglas que no son las nuestras. Incluso en nuestro entorno se crean documentos que no responden a las reglas de producción de las burocracias. Esto se debe al hecho de que los documentos no se generan por casualidad; antes al contrario, son el reflejo, el testimonio, la evidencia de acciones, de transacciones, que suceden de manera permanente y en cualquier espaciotiempo. Esa evidencia permanece latente en el documento, a la espera de que alguien, en algún punto del mismo o de otro espaciotiempo, la recupere, en sus dos funcionalidades, la responsabilidad y la memoria. Para pedir cuentas, para exigir responsabilidades, no se precisa de un expediente burocrático: la responsabilidad puede estar contenida en un diario, digamos el de Anna Frank, o en la bitácora de un móvil, como las investigaciones policiales están demostrando. Otro tanto sucede con la memoria: el expediente burocrático de un represaliado del franquismo cuenta la historia oficial, pero no cuenta toda la historia: en los recuerdos de los represaliados y de sus familiares también se esconde la evidencia, que no adopta la forma de documento escrito, sino la del recuerdo y, en los sabios términos de Michael Piggott, la del olvido.

Lo que nos interesa destacar es el hecho de que, a lo largo de la historia, desde que existen sociedades organizadas, y probablemente antes, el documento ha sido el residuo de una acción, el lugar donde se mantenía el reflejo de tal acción a la espera de que alguien lo convirtiera en evidencia, y eso deja mucho campo libre. De igual modo, nos interesa destacar que el documento se ha producido siempre de acuerdo con determinadas reglas y para determinados fines, pero ni reglas ni fines han sido siempre los mismos para todas las culturas, para todas las sociedades, para todos los espaciotiempos. Es decir, no existen los universales documentales, ni los universales archivísticos; lo que debe importarnos es comprender, en aserción foucaultiana, el documento en las circunstancias de su ocurrencia, el documento tal y como aconteció y, particularmente, por qué aconteció.

El motivo por el que nos interesa destacar estas dos circunstancias es porque en el presente artículo queremos defender la hipótesis de trabajo de que, por primera vez a lo largo de la historia de la humanidad, en nuestras sociedades contemporáneas el documento ha dejado de ser producido de conformidad con ciertas reglas o, en sentido estricto, ha comenzado a ser producido de conformidad con reglas a las que nadie les concede importancia, dejándose llevar por una suerte de todo vale en el que, como es natural, nada vale; y no sólo ha dejado de ser producido de conformidad con ciertas reglas, o de conformidad con reglas triviales, sino que además se ha roto ese tipo de “pacto entre caballeros” social que permitía al documento mantener evidencia, incluso en aquellos casos en que el documento reflejaba evidencia de injusticias y dolor, o reflejaba hechos falsos o incompletos. Después de todo, en expresión de la investigadora Joan M. Schwartz, los documentos nunca son “reflejos fieles y precisos de la realidad”. Antes al contrario, se trata de ficciones construidas de acuerdo con determinados intereses socio-culturales dados por espaciotiempos específicos. Pero la asunción implícita e inconsciente de toda una sociedad de este carácter construido del documento, incluso del documento que manifestaba crueldad y penas, ha permitido tanto lograr que una sociedad determinada continuara funcionando como, a posteriori, la comprensión de por qué esa sociedad funcionó en tales condiciones.

Permítannos poner algunos ejemplos de lo que tratamos de explicar. Hacia finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento, Ferrara, bajo el dominio de la familia Este, sufrió una espantosa represión política y económica que condenó a la población a vivir bajo la incertidumbre respecto a cuándo alguien sería víctima de las veleidades de los príncipes, o respecto a cuándo alguien tendría que marchar al exilio, así como respecto a cuándo, en los años de hambruna, las gentes tendrían que alimentarse de gusanos y cortezas de árboles, mientras los príncipes llevaban un fastuoso estilo de vida a costa de un permanente endeudamiento y de una política fiscal intolerable. No obstante, en Ferrara existía un meticuloso régimen de gestión de documentos o, en sentido estricto, al menos dos: por una parte, el de los cronistas que describían los hechos en la clandestinidad; y, por otra y de manera más significativa, el régimen de gestión de documentos de los Este, que reflejaban sin pudor su política de represión y abuso fiscal. El motivo por el que no consideraban necesario ocultar su lamentable política es el hecho de que existían unas rigurosas reglas de producción y destrucción de documentos que los ciudadanos aceptaban implícitamente, en esa suerte de pacto que permite que una sociedad siga sobreviviendo, incluso en condiciones insostenibles: en ocasiones ceremoniales, y a capricho del príncipe, se favorecía a los ciudadanos, concediéndoles el derecho a quemar de manera ritual los documentos que los condenaban a muerte o que los gravaban con nuevos impuestos, y este ritual “depuraba” políticamente a la ciudad-estado, liberándola de tensiones sociales, hasta que, de nuevo a capricho del príncipe, se volvían a dictar penas de muerte y a promulgar nuevos impuestos. Richard Brown ha explicado el modo en que incluso las revueltas populares eran cuidadosamente diseñadas por los príncipes en beneficio propio, y en tales revueltas los documentos no eran un asunto de segundo orden, hasta el extremo de que uno de los archiveros de los príncipes, Tomasso da Tortona, fue ritualmente descuartizado por la plebe, en una ceremonia salvaje en la que el archivero estaba por el documento que gestionaba. Las reglas de producción eran terroríficas, pero existían y eran acatadas por la población.

Existen muchos ejemplos en otros espaciotiempos. Así, en la antigua Roma, el documento de una transacción privada fraudulenta devenía automáticamente auténtico al traspasar la puerta del Tabularium o archivo, que poco tenía que ver con nuestros archivos actuales -almacenes de papeles viejos-, en la medida en que sus responsables recibían el significativo título de auditores. De acuerdo con James M. O’Toole, cuando Guillermo el Conquistador tomó Inglaterra, hizo redactar un censo de todos los habitantes y sus bienes, El libro del Juicio Final, cuya finalidad no era el mantenimiento de un padrón por lo demás inmanejable, sino el hacer saber a la población que los conquistadores “lo sabían todo” sobre ellos. He aquí una nueva regla de producción del documento, que se ha repetido en ocasiones posteriores: Laura Ann Stoler ha estudiado el modo en que los colonizadores registraban compulsivamente las conductas de los colonizados sin ninguna finalidad determinada, sino únicamente por la necesidad abstracta de saberlo todo acerca de sus dominados; Eric Ketelaar cuenta que una de las primeras acciones de la población alemana tras la caída del régimen comunista fue asaltar las oficinas de la Stassi al grito de “entregadme mi expediente”. Se había partido de la asunción de que la Stassi tenía en su poder un expediente de todos y cada uno de los habitantes de la Alemania Democrática, aunque curiosamente resultó no ser así. Sin embargo, durante años los alemanes aceptaron esta presunción, aceptación que permitió que el sistema funcionara. Ciaran B. Trace, por su parte, narra el modo en que en ciertas comisarías de policía de Estados Unidos se emitían informes inconsciente y culturalmente sesgados a los tribunales de menores, para tratar de influir en las decisiones de los jueces que, de todas todas, aceptaban estos evidentes sesgos como una parte de las reglas de producción del documento. En cualquier caso, el mejor ejemplo de las rígidas reglas de producción del documento que han sostenido el buen funcionamiento de las burocracias a lo largo del tiempo lo constituyen los sistemas prusianos de registro, que ejercían un absoluto control sobre el circuito del documento, y, en menor medida, los sistemas de registro de origen británico. A través de distintos vericuetos espacio-temporales y en mayor o menor grado (nuestro país es muy débil a este respecto), tales sistemas de registro han estado en la base de las anteriormente citadas de pasada modernas, rigurosas y jerarquizadas burocracias weberianas que todavía hoy gobiernan gran parte del mundo, a pesar de la cada vez más creciente horizontalización de los modos de administrar y gobernar.

Pero no sólo en el caso de los sistemas occidentales de producción de documentos burocráticos existen reglas. Las conductas personales de gestión de documentos también han venido gobernadas por ciertas reglas que parecen estar desapareciendo. Según afirma Frank Upward, el desorden no es un fenómeno de las burocracias contemporáneas, sino un fenómeno del siglo veinte, dándose el caso de que, por ejemplo, durante el siglo diecinueve los individuos llevaban en sus libros copiadores un cuidadoso registro de su correspondencia de salida; probablemente aún recordamos de nuestros mayores el hábito de ordenar cuidadosamente los recibos de diferente origen en una carpeta con bolsas. Si miramos a otras tradiciones distintas de la occidental, también encontramos reglas de producción del documento, aunque puede que no las mismas que rigen desde una concepción eurocéntrica del documento. Así, por ejemplo, muchas culturas aborígenes australianas reflejan las reglas socio-culturales y familiares que rigen sus relaciones con los demás en un documento que no está escrito, sino que es un tapiz trenzado en forma de sofisticado y colorido diagrama. White describe las reglas que permiten que los documentos cinéticos –las danzas del pancho y la minga- de la población afro-mexicana de El Ciruelo se conviertan en portadores de evidencia. Por utilizar un bello ejemplo de Chris Hurley, éste comienza uno de sus artículos narrando la siguiente anécdota: un destacamento militar provisto con un título de propiedad visitó a una comunidad india, para indicarles que las tierras en las que durante generaciones habían vivido pasaban a ser propiedad del gobierno. El jefe del destacamento estuvo discutiendo un buen rato con el anciano de la comunidad, que no entendía lo que se le quería explicar, a pesar de que el militar exhibía continuamente el título de propiedad. Finalmente, el anciano pareció entender y preguntó: “Pero, si estas son vuestras tierras, ¿dónde están vuestras historias?”. Es decir, existen reglas de producción del documento que requieren la transmisión oral ritual, más que el documento escrito. Aunque en ocasiones lo hemos utilizado a modo de ejemplo, no nos importa repetirlo: los documentos reales de la cultura quinqui no están en los archivos de la Guardia Civil, de la Policía o del Ministerio del Interior; están en la memoria de los supervivientes de la cultura quinqui.

¿Por qué esta apresurada revisión de las reglas de producción de documentos en otros espaciotiempos? Bien, tal y como adelantamos, lo que pretendemos mostrar es que en nuestras actuales sociedades occidentales tales reglas no existen, o más bien carecen de importancia, de tal modo que estamos condenados a vivir sin memoria, a vivir sin que a nadie se le puedan exigir responsabilidades, sin dejar traza de nuestro paso por la historia. Por supuesto, al afirmar que no existen reglas de producción del documento no nos referimos, por ejemplo, a que no existan códigos deontológicos para los periodistas. Tales códigos existen, pero su finalidad no es mantener evidencia, sino producir documentos que comportan evidencia in nuce, siendo esta evidencia latente la que se debe mantener. Puede que un reportaje escrito por un periodista esté bien informado, utilice evidencias en sus distintas formas, que sea en definitiva un buen reportaje, que, a su vez, como cualquier ítem de información producido de cualquier manera concebible, comportará evidencia latente a ser utilizada por otros. Pero, en sentido estricto, la función del periodista no es producir y mantener evidencia, sino producir documentos acerca de cuyo valor de evidencia otros tomarán una decisión. Otro tanto sucede, por ejemplo, con las modernas burocracias administrativas o los sistemas judiciales. Las primeras no generan evidencia sino en estado latente, y su valor vendrá determinado por otros; por ejemplo, y de manera curiosamente recurrente, por el sistema judicial, que, habiendo sido recientemente modernizado por ley, sigue negándose a cuestionarse a sí mismo, a dejar de ser, nunca mejor dicho, juez y parte en el negocio de la evidencia, de tal modo que, en el caso de los documentos judiciales, éstos deciden sobre la evidencia aportada por otros documentos, por otros objetos, por otras voces, pero están sujetos al mismo tiempo al régimen de portadores latentes de evidencia que alguien, en el mismo o en otro espaciotiempo dado, podrá utilizar. Por ejemplo, los jueces que dictaron sentencias de muerte durante el primer franquismo asumieron una capacidad de decisión sobre la evidencia, que posteriormente ha servido de evidencia de malhacer en los procesos de recuperación de la memoria.

Por supuesto, el párrafo precedente es discutible: las burocracias sí tienen reglas de producción del documento, porque existe una legislación que define cuál debe ser el procedimiento administrativo: iniciación, instrucción, ordenación, terminación. El sistema judicial dispone de procedimientos similares. Sin embargo, la diferencia con respecto a algunos otros de los ejemplos mostrados es que no existe pacto entre caballeros, no existe negociación, y las reglas de producción, mejores o peores, justas, crueles o injustas, carecen de valor, en la medida en que no han sido ni explícita ni implícitamente asumidas por una sociedad que, a la vista de que todos los que las definieron se las saltan a conveniencia, también se las salta, en una suerte de desobediencia civil, probablemente debilitada por las extintas comodidades de lo que un día fue el estado del bienestar. Pongamos un ejemplo de lo que pretendemos explicar en esta discusión de las reglas de producción del documento contemporáneo. En nuestro país existen unas reglas para la producción de concesiones de licencias de obras, básicamente las que vienen dadas por la legislación de procedimiento administrativo y del suelo. Estas reglas se cumplen, y nuestros archivos municipales están saturados de tales expedientes de concesión de licencias de obras. La parte mala es que estos expedientes no tienen nada que ver con la realidad de la corrupción urbanística generalizada de los últimos años. Los documentos cuentan una historia, desde luego, pero esa historia no coincide con la realidad, que se encuentra oculta en otros documentos más ágiles, las fotografías tomadas por los periodistas o las bitácoras de los móviles incautados por la policía. Los expedientes cuidadosamente ordenados y custodiados en los archivos no mantienen evidencia, o mantienen evidencia de segundo orden, que resulta perfectamente inútil, en la medida en que está desconectada de la sociedad. Por tanto, todos esos expedientes podrían quemarse, sin que la sociedad moviera un dedo para salvarlos. El pacto entre caballeros que permitía que una sociedad confiara en sus regímenes de gestión de documentos se ha roto, en virtud de la incapacidad para promover un régimen serio de gestión de documentos. Desde ese momento, el hecho de que un ciudadano trate de escamotear el pago del impuesto para la realización de una obra menor no puede ser puesto en cuestión, dado que la otra parte, la que impone unas reglas, ha sido ella misma cuestionada, con argumentos tan insoslayables como la realidad urbanística de las costas del Levante español.

En el caso de las burocracias, esta falta de rigor ha venido a empeorar a causa del auge y el impulso de la llamada administración electrónica (pocas veces se usa la expresión gobernanza electrónica, como en otros países, lo que hace pensar que la gobernanza no es interesante para quienes nos gobiernan). Se han promulgado leyes, algunas afortunadas y otras no tanto, que pretenden incorporar al ciudadano a lo que se ha dado en conocer como sociedad de la información. El problema es que, en un ejercicio de prepotencia sin límites, el legislador no ha mirado hacia otros lugares donde este esfuerzo ya se estaba realizando desde hace años, de tal modo que se han dictado unas reglas de producción del documento electrónico que, por parafrasear a Terry Cook, piensan en el mismo con mentes de papel, aunque se trata de universos funcionalmente similares pero conceptualmente muy diferentes. Por ejemplo, la desmesurada importancia que se le concede a la firma electrónica, que en otras tradiciones se desecha una vez que ha cumplido su función de transmisión, llevará de manera directa a un universo en el que ningún documento será evidencia de nada, simplemente porque no se podrá leer, o porque de su lectura no se podrá deducir cuándo se firmó, quién lo firmó, o por qué lo hizo. De igual modo, la Subdirección General de Archivos Estatales, formada en su mayor parte por historiadores en estrecha alianza con las bibliotecas más que con el derecho o la ingeniería, ha promovido una campaña para clonar las reglas de conservación del documento analógico en el universo de los documentos electrónicos; pero, puesto que, como autores que han marcado la línea desde los años ochenta del siglo veinte han venido indicando, la lógica que rige un ordenador es diferente de la lógica que rige a un humano, las reglas de conservación también tienen que ser diferentes. Como indicaba David Bearman en conversación privada tras una conferencia, las reglas vienen marcadas por el Cloud Computing, por los grandes gigantes como Google o Amazon, y por herramientas como las redes sociales, los blogs o las conversaciones a través de Microsoft MSN, que permiten delegar la memoria de los individuos y las sociedades en máquinas que presuntamente están mejor equipadas para cumplir con las reglas de conservación. Por poner un ejemplo escalofriante, si la administración Bush transfirió 270.000.000 de objetos digitales a los National Archives and Records Administration de los Estados Unidos, tenemos que comenzar a pensar que la situación comienza a superar la escala humana, y que otras reglas más allá de lo humano, negociadas con las máquinas, comienzan a resultar necesarias.

No es, por otra parte, dramático: O’Toole ya hizo ver que el uso de la escritura en la antigua Grecia fue celebrado por ejemplo por Herodoto como flexible mecanismo de delegación de la memoria, que por lo demás ha funcionado durante siglos. El problema de los nuevos mecanismos de delegación de la memoria no es tanto el hecho de que la memoria en sí sea delegada, sino, por una parte, la creencia, promovida por las grandes corporaciones, de que “toda” la memoria puede ser delegada con plenas garantías de seguridad, confidencialidad, privacidad, etc., lo cual parece ciertamente sospechoso, cuando se confronta con la venta de datos de disidentes políticos a gobiernos dictatoriales o la inquietante proximidad con la que Google Earth puede mostrar el jardín de mi casa a toda la humanidad (digamos de pasada que la reciente ampliación de la legislación de protección de datos se ha mostrado bastante ciega ante estas nuevas realidades, en la creencia de que los datos siempre estarán bajo nuestro control). Resulta significativo el hecho de que una sociedad en la que presuntamente existe aún responsabilidad y memoria aún no haya dado muestras de desobediencia civil ante los extremos a los que está llegado la crisis económica y ante el impudor con el que las injusticias sociales se muestran en televisión, presumiblemente sin mayor impacto (básicamente, es inmoral que una cadena muestre la “supercasa” de un especialista en nada o divulgue la jubilación de un ejecutivo de un banco, mientras otra cadena muestra imágenes de personas durmiendo en cajeros automáticos y buscando comida en los contenedores de basura, y a nadie le parezca antinatural). Por otra parte, es de temer la precariedad de un entorno irremediablemente inestable, invasivo, reutilizable, multipropósito, y descentralizado hasta extremos insospechados. En sus versiones más exageradas, el Cloud Computing o las redes sociales pueden representarse como una red sin un nodo central bien definido, sino más bien con un conjunto de nodos que se van convirtiendo aleatoriamente en centros fugaces y que permiten a su vez la constante creación de nuevos nodos, igualmente fugaces. Esta representación, que repugna tradicionalmente al archivero, necesitado de estabilidad, es sin embargo el modelo de reglas de producción del documento que venimos necesitando, un modelo donde el centro es siempre una equis en perpetuo desplazamiento, un múltiple enriquecimiento de las relaciones y los significados, donde, como los periodistas y los policías han aprendido, uno no ha de esperar que la evidencia venga a buscarle; más bien, tiene que capturarla allá donde la encuentre.

Si nuestra profesión no comprende este nuevo modo de producir documentos, estará condenada a la extinción, y la sociedad a la que sirve igualmente condenada a vivir sin documentos, sin responsabilidad, sin memoria: a no ser ya nunca más una sociedad, sino un cúmulo inmanejable de datos en los vertederos virtuales del olvido.

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