martes, 5 de abril de 2011

Preferiría no hacerlo

¿Cuántos escribientes como el Bartleby de Melville habitan las actuales bibliotecas, los actuales archivos o las oficinas de registro? Y, de manera más importante, ¿cuántos, al igual que Bartleby, están plenamente justificados cuando sugieren que “preferirían no hacerlo”? Hemos dado por supuesto que en nuestro complicado siglo hay cosas que deben hacerse: automatizar, salir a Internet, incorporarse a redes sociales y a la Web 2.0, adquirir nuevas aplicaciones más sofisticadas, aproximarse a comunidades locales de práctica, etc., y todo esto sin garantías de éxito, en la medida en que los media y las tecnologías de convergencia universal están devorando cualquier otro recurso de información. Por supuesto, colectiva u organizativamente debemos hacerlo, de igual modo que la oficina en la que trabaja Bartleby debe seguir funcionando; pero no nos referimos en este caso a las necesidades organizativas, sino a las de los individuos que hacen posible el que aquéllas se satisfagan. Veamos, en mi primer trabajo, hace muchos años, tecleaba las fichas catalográficas con una máquina de escribir Hispano-Olivetti y producía las copias para los asientos secundarios con papel carbón; mi primer ordenador no tenía memoria si no insertaba un disco flexible de cinco pulgadas y cuarto, para ser exacto dos: uno que hacía funcionar el sistema operativo y otro que almacenaba los datos; mi primera aplicación de bibliotecas corría sobre MS-DOS y tenía que teclear las etiquetas, los indicadores y los subcampos MARC de manera manual, porque la máquina no los automatizaba… Desde entonces, he asistido a cambios tan espectaculares como la web semántica, los DOI, la automatización de la catalogación, la vigilancia tecnológica o el libro electrónico. Me he mantenido, como la mayoría de los profesionales, al corriente de todos ellos, puesto que todos ellos son necesarios para satisfacer con mayor eficacia las necesidades de mi organización; pero, ¿en qué momento decide uno que “preferiría no hacerlo”? Se han escrito muchos artículos y ensayos acerca de cómo gestionar el cambio y el miedo de las personas hacia el mismo; pero, ¿en qué momento alguien decide que no tiene miedo al cambio, sino que, más bien, simplemente “preferiría no hacerlo”? Básicamente, la pregunta que se plantea el presente post trata acerca de la posibilidad de que la resistencia al cambio no tenga como origen exclusivo el miedo al mismo, sino también una larga biografía sujeta a cambios permanentes y, como en el caso del inescrutable Bartleby, un punto de inflexión en el que se decide que, de manera individual, más cambios no son posibles, o no se pueden asumir, o que preferiríamos no hacerlo. El personaje de Melville realiza un trabajo rutinario, previsible y, aun así, un día deja de querer hacerlo, sin explicación aparente. En el perpetuum mobile de las actuales tecnologías de la información y las comunicaciones, ¿tendría algo de sorprendente el hecho de que un individuo dejara de querer seguir cambiando? Por poner un ejemplo científico, el premio Nobel de Física De Paoli escribió algo así como “si pienso que estoy constituido por un conjunto de átomos unidos por un motivo misterioso y que cada vez que pongo el pie en el suelo lo hago sobre otro conjunto de átomos también unidos de manera misteriosa, y que todo esto sucede en una esfera compuesta de tales átomos que flota sin saber por qué en medio del espacio, no sé cómo aún me atrevo a levantarme de la cama”.
El miedo al cambio se considera un factor psicológico fundamental a tratar cuando se implantan tecnologías, pero no conozco ningún texto profesional que explique cómo tratar con el cansancio. Aun así, en nuestro acelerado entorno, que se caracteriza por carecer de puntos de apoyo y de estabilidad, es más que probable que el cansancio debe ser también objeto de tratamiento. Pensar que las tecnologías de la información y de las comunicaciones, a nivel colectivo u organizativo, van a detenerse no sólo es ingenuo, es poco deseable, en la medida en que sus beneficios, para los distintos agentes que de una u otra manera intervienen en ellas, son mayores que sus perjuicios. Pero no podemos forzar a ellas a individuos que llegaron demasiado tarde, o demasiado pronto, o que, por algún otro motivo, ya no quieren cambiar. Hablamos no tanto de usuarios finales como de participantes en el entorno de trabajo. La respuesta más sencilla, por supuesto, es “si no quieren hacer su trabajo, entonces deben ser despedidos o jubilados”. Sin embargo, la respuesta más sencilla no es siempre la mejor, y el hecho de que tales individuos se resistan a trabajar con tecnologías cada vez más innovadoras no significa que no sean laboralmente útiles. Después de todo, en algunas profesiones se prevé una segunda actividad, cuando el sujeto ya no está en plenas condiciones para ejercer la primera y, como sabemos quienes nos desenvolvemos en este entorno, dejar de estar en plenas condiciones es bastante probable, habida cuenta de que no se trata de un trabajo de ocho a tres, sino de una tarea que tiende al infinito y que sólo acaba cuando alguien “prefiere no hacerlo”. La propuesta de este post es muy sencilla: es poco previsible que la generación de nativos digitales que nos sucede sienta este cansancio individual, y constituye una mano de obra que se desenvolverá en un espacio para ellos natural; además, en nuestro actual entorno híbrido todavía quedan los suficientes resquicios físicos como para dar cabida a quienes prefieren no hacerlo. ¿Por qué no, pues, acogerlos en estos resquicios, mientras quienes aún no hemos caído en el cansancio seguimos con la tarea, a la espera, bien de ser reemplazados por la nueva generación, bien de ser abatidos por ese mismo cansancio y pasar a ocupar esa segunda actividad en la que el movimiento interminable ya no sea motivo de preocupación? Es una posibilidad que creemos merece la pena investigar.

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