miércoles, 4 de abril de 2012

A quién anima la animación a la lectura

Convencionalmente, la animación cultural se ha concebido como un medio para atraer a potenciales usuarios a los servicios de la biblioteca a través de la propuesta de servicios, puntuales o programados, alternativos, como un cuentacuentos, un encuentro de autor, un taller de lectura, o un rincón de las recetas de cocina. Hace algunos años, varios autores cuestionaron la utilidad de este medio, sobre bases sólidas y bien argumentadas que incluían el hecho de que no había conseguido atraer en la medida suficiente a nuevos usuarios, el hecho de que la biblioteca no conocía a sus potenciales nuevos usuarios, de modo que no podía aproximarse a ellos para atraerlos; o, particularmente, el hecho de que la animación a la lectura había pasado de ser un medio a ser un fin en sí mismo. Esta última circunstancia no debe considerarse intrínsecamente mala; antes al contrario: si entre sus estrategias la biblioteca ha incluido la provisión de nuevos soportes, no existe ningún motivo para pensar que la comunicación oral que se produce durante un cuentacuentos o la expresión cinética de una representación teatral no pueden incluirse entre esos nuevos soportes. Sin embargo, de manera muy reciente, el autor del presente post, a causa de dos experiencias personales negativas, ha comenzado a preguntarse si los responsables de las estrategias de animación a la lectura se han dejado llevar por la rutina o, por cualquier otra razón, se han distanciado de la sociedad a la que pretenden aproximarse. La primera experiencia se refiere a la lectura de una novela participante en una conocida iniciativa de animación a la lectura para adolescentes. Pasaremos por alto los nombres propios, pero la novela tenía un nivel tan alto que su lectura resultaba farragosa incluso para un adulto. El autor del presente post preguntó a varios adolescentes, incluido un familiar cercano, si la novela les había gustado y todos ellos respondieron que no la habían leído, que la tenían porque en el instituto constituía una lectura obligatoria, y que en último extremo les parecía bien el encuentro de autor, porque de este modo perdían una mañana de clase. La segunda experiencia también hace referencia a un encuentro de autor, en este caso para niños de unos siete años. El autor del presente post ha leído, junto con su sobrino de esa edad, el libro objeto del encuentro. El niño no quería leer el libro, lleno de términos complejos, frases subordinadas, con escasas ilustraciones y una historia francamente previsible, teniendo en cuenta que Bob Esponja, Jimmy Cool, Phineas y Ferb o Los padrinos mágicos ya proponen historias mucho más sorprendentes y ágiles. El autor del presente post preguntó al responsable del encuentro por qué se había elegido un libro tan inadecuado, y la respuesta fue que lo había propuesto la editorial y el autor comunicaba muy bien en público. La duda que nos quedó fue: ¿qué pretende comunicar durante el encuentro si los niños no saben lo que han leído y ni siquiera lo recuerdan? Estas dos experiencias nos conducen a sugerir una reingeniería de los procesos de animación a la lectura, una reingeniería que tenga en cuenta el hecho de que los modos de leer han cambiado, como lo han hecho las lecturas y los soportes. A modo de tormenta de ideas, ¿qué tal un ya imposible encuentro de autor con los creadores de Tom y Jerry?

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